Hay personas que parecen estar bien. Viven, trabajan, sonríen… pero por dentro sienten algo que las detiene. No son cadenas visibles, pero se sienten igual de reales. Son las ataduras del alma.
A veces se esconden detrás de recuerdos que no sanan, de una culpa que no se va, o de una herida que todavía duele. En ocasiones toman la forma de un miedo, de una relación, o de un pensamiento que se repite sin descanso. Y aunque nadie las ve, pesan. Pesan tanto que impiden avanzar, que roban la paz, que apagan la alegría.
El corazón de Dios, sin embargo, es claro cuando dice:
“¿No es más bien el ayuno que yo escogí: desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo?”
(Isaías 58:6)
Dios no desea verte atado. Él te quiere libre. Libre de lo que oprime el alma y de todo aquello que te hace caminar con peso.
Una atadura no siempre tiene forma ni nombre claro. Pero se reconoce cuando algo dentro de ti sabe que no avanza. A veces se disfraza de emoción: rencor, tristeza, culpa o miedo. Otras veces se convierte en hábito, en persona, o en pensamiento que insiste en quedarse.
Jesús habló de una mujer que había estado atada por dieciocho años. No estaba fuera del templo; estaba dentro. Era una creyente. Sin embargo, vivía encorvada, sin poder enderezarse. Así actúan las ataduras: doblan por dentro, aunque por fuera todo parezca normal. Una atadura te roba tu postura espiritual. Te hace mirar hacia abajo cuando fuiste llamado a mirar al cielo.
El enemigo las usa para mantenernos esclavos, aun cuando Cristo ya nos ha hecho libres. El pueblo de Israel salió de Egipto, pero Egipto no salió de sus corazones. Así sucede también hoy: hay quienes salieron del mundo, pero el mundo sigue dentro.
Y es curioso cómo operan. A veces controlan las emociones: nos hacen reaccionar sin paz, sin dominio propio. Otras veces limitan la voluntad: queremos avanzar, pero algo invisible nos frena. Pueden bloquear el crecimiento espiritual: oramos, pero no sentimos avance. Y también distorsionan la identidad, haciéndonos olvidar quiénes somos en Cristo.
Pero Jesús lo dijo con poder y verdad:
“Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” (Juan 8:36)
Nadie puede romper una atadura que no reconoce. Dios no libera a quien niega estar atado. David lo entendió cuando escribió:
“Mientras callé, se envejecieron mis huesos… pero confesé mi pecado y tú perdonaste.” (Salmo 32)
El primer paso hacia la libertad es admitir lo que te ata. Tal vez Dios te está mostrando qué área de tu vida necesita ser entregada: una relación, un pensamiento, una herida, un vicio. No lo ignores. Entrégalo.
El arrepentimiento no es debilidad, es fuerza espiritual. Cuando te arrepientes de corazón, la atadura pierde su poder, porque el derecho que Satanás tenía sobre ti se rompe en el nombre de Jesús.
Luego viene la obediencia. Cada paso que das en dirección a la Palabra abre una puerta hacia la libertad. A veces Dios te pedirá perdonar, pedir perdón, o soltar algo que no quieres soltar. No será fácil, pero la libertad nunca ha sido un camino cómodo; siempre ha sido un camino valiente.
Y después, hay que declararlo. No basta con pensarlo, hay que confesarlo con la boca. Di en voz alta, aunque sea en soledad:
“En el nombre de Jesús, renuncio a toda atadura que me ha detenido. Soy libre por la sangre del Cordero.”
Las cadenas no soportan una voz que ya no teme.
Las ataduras no son eternas. Solo Dios lo es. Y Él tiene poder para romperlas hoy. Quizás llevas años cargando con algo que te ata, pero el Señor te dice:
“No vivas atado a lo que ya rompí en la cruz.”
Él no solo quiere perdonarte, quiere verte volar. No solo quiere que creas, quiere que vivas ligero. No solo quiere que cantes, quiere que camines en libertad.
“Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.” (2 Corintios 3:17)
- Pst. Andrés Bonza